MERCADO DE SAN ANTON
Un edificio público debe ser reconocido por una serie de características que lo diferencien del conjunto continuo de viviendas que conforman la ciudad. Dicho de otro modo: debe ser diferente, no sólo porque alberga un uso a su vez muy diferente, sino porque debe trasmitirlo mediante su imagen pública.
Debe por tanto diferenciarse por su escala, por el modo de entrar, por sus materiales, por su relación con la ciudad. Pero su singularidad debe encontrar también puntos de conexión con su entorno: los colores de los revocos de la zona, un material tradicional aunque tratado con una estética contemporánea, un modo de insertarse en la trama de calles que la integre explicándola.
El barrio de Chueca se caracteriza, urbanamente, por tener uno de los tejidos de vivienda más homogéneos de Madrid, según un tipo característico del último tercio del siglo XIX. Es un Madrid de balcones, librillos, fraileros, granito y revocos de colores de tierra (ocre, albero, oro). Pero sin edificios públicos ni equipamientos, que cuando aparecen deben aspirar a esa sintonía desde el contraste matizado y sin estridencias.
En el nuevo mercado de San Antón se ha buscado esa inserción tranquila en la trama, construyendo con un material terroso y profundamente matérico -el ladrillo macizo de tejar- convenientemente pautado por una trama metálica y con un aparejo nada tradicional en su conjunto. Una base de fundición de basalto (material inédito en nuestra ciudad) responde a esa necesidad presente en tantas construcciones de ganar solidez al encontrarse con la calle. Y también responde al trazado de la calle Augusto Figueroa, que justo en este lugar quiebra, y el juego de planos de fachada ayuda a articularlo visualmente.
Pero donde el mercado se hace intensamente público en sus entradas permanentemente abiertas y de un tamaño descomunal, como aquél de los edificios históricos que tantas veces añoramos. Así, la puerta principal en la esquina entre Barbieri y Augusto Figueroa abre en toda su altura de casi seis metros a un vestíbulo igual de alto que comunica visualmente con el patio central del mercado. Esta puerta sale a recibir al viandante, que entra al edificio como se entra a un espacio público más: con las manos en los bolsillos y sintiendo que no hay barreras.
La entrada desde la calle Barbieri comparte esa dignidad que da la dimensión exagerada de su puerta y deja paso a una escalera abierta en toda la altura del edificio: una vez más, un regalo al que no estamos acostumbrados, pero al que un edificio público debe, como regla general, sentirse obligado.
De este modo, un mercado, que es un tipo de edificio que por su tipología y funcionamiento no requiere de huecos a la calle, (ahora cuesta recordar cómo el antiguo edificio tenía todos sus huecos, casi domésticos por escala, tapiados o cegados y desde luego maltratados) se abre como debe hacerlo un edificio público: con escala y dignidad, invitando a entrar.
Invitando, por tanto, a entender que ese patio central, cubierto por un lucernario que regala luz desde su condición de enorme colector energético (pues son placas solares sus vidrios), no es sino una plaza más, desde donde la calle se entiende como una prolongación (la mirada es directa y casi a cota) y el mercado como lo que en origen fue: la plaza donde los mercaderes se aposentaban para vender sus productos.
En muchas ciudades castellanas se sigue diciendo “ir a la plaza” a ir de compras al mercado. Esperemos que este nuevo mercado, que va ser más que eso, sea también esa nueva plaza que la ciudad necesita.