La mole blanca (por Enrique Ježik)
Un bloque blanco destaca como una gran masa silente en la abigarrada avenida Insurgentes Sur. No se trata, sin embargo, de un simple prisma gigante. Huecos y protuberancias le dan un carácter particular que lo define: ni cubo de acero y vidrio ni tour de force estructural deconstructivo. La mole en cuestión muestra una suerte de confrontación entre elementos que para el transeúnte medio definen la arquitectura (o, más bien, el edificio), y un volumen de alguna manera autónomo que va constituyéndose en signo, en hito urbano.
La pregunta es inevitable: ¿Cómo surgió este mamotreto que se presenta, en cierto modo, como una pausa, como un silencio vibrante en medio del ruidoso perfil urbanístico de la ciudad más grande y contaminada del hemisferio?
Un breve sobrevuelo por el proceso de conceptualización del proyecto quizá sirva para entender mejor de qué se trata, de dónde proviene tal propuesta.
Al iniciar el diseño exterior del edificio, la consigna del equipo de arquitectos fue tratar de dejar en segundo plano los típicos elementos arquitectiles que conforman el imaginario edificio, para intentar una aproximación a la escultura moderna. Los planteamientos escultóricos acometidos consistirían en ciertas operaciones ejecutadas sobre un volumen-masa, al que se le practicarían cortes, tajos, marcas, extensiones, hendiduras. Pero manteniendo una premisa intacta: la superficie unificada, blanca, translúcida y a la vez casi ciega, proporcionada por la adopción de un único material de recubrimiento. Al mismo tiempo, se decidió evitar toda transgresión al principio de ortogonalidad , imprescindible para mantener el proyecto en un grado mínimo de expresión.
Ese punto de partida llevó a que se estableciera un curioso diálogo entre las tradiciones de la modernidad y la negación de algunos de sus principios.
Esta contraposición se daría, sin embargo, en planos separados.
La referencia escultórica ha sido voluntariamente orientada hacia cierta escultura moderna que se caracterizaba por despojarse del detalle superfluo para asumir una desnudez racional (pensemos, por ejemplo, en el holandés Vantongerloo, adscrito en sus comienzos al grupo De Stijl) pero que también llegaría a articular una propuesta espacial a partir del volumen masivo (y sin desprenderse totalmente de él, es decir, conservando su presencia) recurriendo para ello a los acentos entendidos como mínimas y muy precisas operaciones sobre la materia (es el caso paradigmático del vasco Chillida).
Frente a esto, el dogma bauhausiano de que la función define la forma es (nuevamente) descartado para contraponer, o quizá distanciar, la presencia urbana como una toma de posición, frente a los programas de funcionalidad y habitabilidad al interior del inmueble, que van a desarrollar su propio discurso. La dicotomía intrínseca en el proyecto es finalmente explicitada con precisión en la fachada: una estructura utilitaria que se caracteriza por su ligereza, por su levedad, soporta la gran masa escultórica que pasa a establecer su propia identidad de manera autónoma.
Discreto acto de transgresión (si es posible hablar de discreción en referencia a la escala urbana), hibridación de lenguajes y códigos, este edificio es resultado de una actitud programática: la decisión de Lucio y sus secuaces de desechar la idea de estilo para enfrentar cada nuevo proyecto desde una perspectiva diferente, asumiendo los riesgos.